Salvador Montealbán busca la perpetuidad en su obra. Contrasta los intentos, los examina con la soberbia que se permite tener cuando está solo, observa la pintura. Intentos fallidos, se descascara la exploración.
Y es que Salvador Montealbán se detuvo siempre en el lugar equivocado. Quizás porque encontrarlo, enfrentarlo, mirarlo a la cara significaría el final de su búsqueda: el mundo inerte, la figura definida de una vez por todas. No sabe que es probabilidad lo que respira, lo que nutre.
Salvador Montealbán decreta pincelazos con pasión automática sobre el lienzo. Siente en la yema de los dedos la pintura como un hilo de sangre. Su obra sangra: brota orgánico un torrente vivo que inunda la habitación. La obra rebalsa, la incógnita se ahoga. Salvador Montealbán se revela como su propio enemigo. Su cuerpo, escondite, nada hacia la puerta, agitado.
Y es que Salvador Montealbán se detuvo siempre en el lugar equivocado. Quizás porque encontrarlo, enfrentarlo, mirarlo a la cara significaría el final de su búsqueda: el mundo inerte, la figura definida de una vez por todas. No sabe que es probabilidad lo que respira, lo que nutre.
Salvador Montealbán decreta pincelazos con pasión automática sobre el lienzo. Siente en la yema de los dedos la pintura como un hilo de sangre. Su obra sangra: brota orgánico un torrente vivo que inunda la habitación. La obra rebalsa, la incógnita se ahoga. Salvador Montealbán se revela como su propio enemigo. Su cuerpo, escondite, nada hacia la puerta, agitado.
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