Celina Ocampo interrumpe la escena maestra de Manuel Ocampo. Lo espía con muda inquietud desde el arco de la cocina: sentado en un piso histéricamente limpio - con baldosas de unos años 40, década respetada por el matrimonio-, calculadamente despeinado y con tres botones de la camisa del martes desabrochados. Ella se le acerca y le dice que por favor, que no entiende, que quiere saber, que quiere ayudarlo. El levanta la cabeza con un movimiento irritado, seco, letal; quiere gritarle, empujarla, escupirla. Y ¡ay por Dios! Manuel Ocampo se excita ante la idea de arrancarle la blusa y hacerle todo lo que mil santos nunca perdonarían. Mira el crucifijo, se tranquiliza, se compone. 'Querida, no es mi intención preocuparte, pero estoy trabajando en un proyecto sumamente delicado y fundamental para el bienestar de nuestra comunidad. ¿Te importaría dejarme trabajar solo?' Y Celina Ocampo, con prolijo escándalo, levanta la voz: '¡Basta de misterios, Manuel! La cocina está llena de frascos cerrados de mermelada, ¡quiero saber inmediatamente qué...cccCCCARAjo (Celina Ocampo se libera con las primeras sílabas, se censura en la última) está pasando en esta casa!'
Manuel Ocampo se siente humillado. Sin vergüenza de expresarlo, condensa su reacción en el gesto de levantar los hombros y mirar cualquier cosa que no sea la cara de su esposa. 'Es algo terrible querida...Por alguna diabólica razón cambiaron la dirección en la que las tapas de los frascos se abren'.
Manuel Ocampo se siente humillado. Sin vergüenza de expresarlo, condensa su reacción en el gesto de levantar los hombros y mirar cualquier cosa que no sea la cara de su esposa. 'Es algo terrible querida...Por alguna diabólica razón cambiaron la dirección en la que las tapas de los frascos se abren'.
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