Veinte minutos antes de la misa vespertina, Fausto Compostela acaricia con vista panorámica la catedral. Da media vuelta hacia el altar con la católica modestia de quien sabe que se abandona por algo mejor. Sus ojos terrenales se clavan en la imagen de la sagrada familia. José. Después el niño, siempre vivo, siempre muerto. María, virgen eterna. Cada nervio se embebe en fe hasta tensarse en un anuncio de la carne: Fausto Compostela, dueño de su placer, se pierde en la fricción divina. Y María, María siempre virgen. María pura, viva y carnal manipulando con gusto tácito el deseo de Fausto Compostela. Él lo sabe y ya alcanza el límite sucio y celeste del orgasmo. Le roba a María lo sagrado haciéndola mujer. Ocho minutos antes de la misa vespertina Fausto Compostela acomoda sus hábitos y se persigna con la católica perseverancia de quien cree que algún día estará exento de pecado.

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