Reflexión de Manuel Ocampo en tres minutos

Sábanas limpias de por medio, Celina Ocampo le saca a golpes el sueño pesado a los almohadones, entonces Manuel Ocampo aparece como un aviso en el espejo de la habitación; el reflejo de su esposa le sonríe: las perlas le coronan el pecho desafiando el límite de sus clavículas. Todavía es joven, es decir, no plenamente joven; los impulsos adolescentes se pudrieron por encierro y falta de uso. La imagen que Celina Ocampo proyecta en el espejo corresponde al interior pulcro y acomodado por el que se deshace todos los días.
Si Celina se angustia un poco por las guerras o la crueldad de los hombres que le ofrece el noticiero, tuerce los labios y consecutivamente inclina la cabeza con ojos cerrados y emite el sonido que se hace cuando no se sabe qué decir. Su manifestación es absurda en su mundo de teléfonos blancos y radioteatro a las siete, donde todos sus personajes creen adivinar los pasos maestros ya calculados.
No hay margen para el error, y es que el error es algo tan lejano que ni margen existe. La falla se vuelve utópica para Manuel Ocampo; de sus entrañas surge osada la propuesta y en un grito que se pronuncia susurro en el oído de su esposa: Querida, ¡hoy no almorzaremos a las doce y cuarto, tampoco lavarás los platos a la una! ¿Sabes por qué? ¡Cambiaremos de lugar las sillas del comedor y eso tomará un buen rato!

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