-Ya empezó a llover.

Decía eso y sabíamos lo que teníamos que hacer. Cargar las armas. Entrar en el lugar. Disparar sin pensar (olvidarnos de todas las veces que habíamos disparado, actuábamos dejando la inocencia, como si nos corrompiéramos entre todos por primera vez). Correr. Esconderse. Volver a esperar la señal.


Éramos cinco en la banda, todos de lugares diferentes pero nunca supimos de dónde veníamos. A mí me tocaba pensar, idear estrategias. Los golpes eran semanales, no importaba cuánto sacábamos en cada oportunidad, nos excitaba la constancia, la bicicleta de saber que vivíamos para arruinar el momento de los demás.


La última vez me la acuerdo bien. Después de fumar todo lo que teníamos, nos tiramos en la avenida a mirar, a esperar la señal. No decíamos nada porque no hacía falta, ya habíamos dicho todo y ese todo era siempre lo mismo. Teníamos que esperar para volver a nacer, a ser puros para volver a hablar y aprender a confeccionar las mismas palabras que ya conocíamos (el instante en el que entrábamos al lugar y disparábamos).

Y entonces: 'Ya empezó a llover', nos dijo. Entramos sonriendo, sabiendo que pronto nos íbamos a purgar. Alguien nos disparó antes, a todos, uno por uno. Yo fui el último en sufrir esa metamorfosis espontánea: nos tiraron con lo peor. Éramos cinco escritores, entrábamos a los bares a gritarle verdades a la gente que vive para esquivarlas, pero ese día no pudimos.

Ahora todos sabemos muy bien de dónde venimos. Trabajamos en ciudades diferentes, tipos de saco y corbata, con una linda familia, un lindo auto y vacaciones pagas.

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